|   | 
Capitolo I 
Come andò che maestro  Ciliegia, falegname, trovò un pezzo di legno, che piangeva e rideva come un  bambino.  
 
              C’era una volta… 
  — Un re! — diranno subito i  miei piccoli lettori. 
              No, ragazzi, avete  sbagliato. C’era una volta un pezzo di legno. 
              Non era un legno di lusso,  ma un semplice pezzo da catasta, di quelli che d’inverno si mettono nelle stufe  e nei caminetti per accendere il fuoco e per riscaldare le stanze. 
              Non so come andasse, ma il  fatto gli è che un bel giorno questo pezzo di legno capitò nella bottega di un  vecchio falegname, il quale aveva nome mastr’Antonio, se non che tutti lo  chiamavano maestro Ciliegia, per via della punta del suo naso, che era sempre  lustra e paonazza, come una ciliegia matura. 
              Appena maestro Ciliegia  ebbe visto quel pezzo di legno, si rallegrò tutto e dandosi una fregatina di  mani per la contentezza, borbottò a mezza voce: 
  — Questo legno è capitato a  tempo: voglio servirmene per fare una gamba di tavolino. 
              Detto fatto, prese subito  l’ascia arrotata per cominciare a levargli la scorza e a digrossarlo, ma quando  fu lì per lasciare andare la prima asciata, rimase col braccio sospeso in aria,  perché sentì una vocina sottile, che disse raccomandandosi: 
  — Non mi picchiar tanto  forte! 
              Figuratevi come rimase quel  buon vecchio di maestro Ciliegia! 
              Girò gli occhi smarriti  intorno alla stanza per vedere di dove mai poteva essere uscita quella vocina,  e non vide nessuno! Guardò sotto il banco, e nessuno; guardò dentro un armadio  che stava sempre chiuso, e nessuno; guardò nel corbello dei trucioli e della  segatura, e nessuno; apri l’uscio di bottega per dare un’occhiata anche sulla  strada, e nessuno! O dunque?… 
  — Ho capito; — disse allora  ridendo e grattandosi la parrucca, — si vede che quella vocina me la sono  figurata io. Rimettiamoci a lavorare. 
              E ripresa l’ascia in mano,  tirò giù un solennissimo colpo sul pezzo di legno. 
  — Ohi! tu m’hai fatto male!  — gridò rammaricandosi la solita vocina. 
              Questa volta maestro  Ciliegia resta di stucco, cogli occhi fuori del capo per la paura, colla bocca  spalancata e colla lingua giù ciondoloni fino al mento, come un mascherone da  fontana. Appena riebbe l’uso della parola, cominciò a dire tremando e  balbettando dallo spavento: 
  — Ma di dove sarà uscita  questa vocina che ha detto ohi?… Eppure qui non c’è anima viva. Che sia per  caso questo pezzo di legno che abbia imparato a piangere e a lamentarsi come un  bambino? Io non lo posso credere. Questo legno eccolo qui; è un pezzo di legno  da caminetto, come tutti gli altri, e a buttarlo sul fuoco, c’è da far bollire  una pentola di fagioli… O dunque? Che ci sia nascosto dentro qualcuno? Se c’è  nascosto qualcuno, tanto peggio per lui. Ora l’accomodo io! 
              E così dicendo, agguantò  con tutt’e due le mani quel povero pezzo di legno e si pose a sbatacchiarlo  senza carità contro le pareti della stanza. 
              Poi si messe in ascolto,  per sentire se c’era qualche vocina che si lamentasse. Aspettò due  minuti, e nulla; cinque minuti, e nulla; dieci minuti, e nulla! 
  — Ho capito, — disse allora  sforzandosi di ridere e arruffandosi la parrucca, — si vede che quella vocina  che ha detto ohi, me la sono figurata io! Rimettiamoci a lavorare. 
              E perché gli era entrata  addosso una gran paura, si provò a canterellare per farsi un po’ di coraggio. 
              Intanto, posata da una  parte l’ascia, prese in mano la pialla, per piallare e tirare a pulimento il  pezzo di legno; ma nel mentre che lo piallava in su e in giù, sentì la solita  vocina che gli disse ridendo: 
  — Smetti! tu mi fai il  pizzicorino sul corpo! 
              Questa volta il povero  maestro Ciliegia cadde giù come fulminato. Quando riaprì gli occhi, si trovò  seduto per terra. 
          Il suo viso pareva  trasfigurato, e perfino la punta del naso, di paonazza come era quasi sempre,  gli era diventata turchina dalla gran paura.  | 
  | 
CAPÍTULO I 
De cómo el carpintero maese Cereza encontró un trozo de madera que lloraba y reía como un niño. 
 
--Pues, señor, éste era... 
              --¡Un rey! --dirán en seguida mis pequeños lectores. 
              --Pues no, muchachos nada de eso. 
              Este era un pedazo de madera. 
              Pero no un pedazo de madera de lujo, sino sencillamente un   leño de esos con que en el invierno se encienden las estufas y   chimeneas para calentar las habitaciones. 
              Pues, señor, es el caso que, Dios sabe cómo, el leño de mi   cuento fue a parar cierto día al taller de un viejo carpintero, cuyo   nombre era maese Antonio, pero al cual llamaba todo el mundo maese   Cereza, porque la punta de su nariz, siempre colorada y reluciente,   parecía una cereza madura. Cuando maese Cereza vio aquel leño, se puso   más contento que unas Pascuas. Tanto, que comenzó a frotarse las manos,   mientras decía para su capote: 
              --¡Hombre! ¡llegas a tiempo! ¡Voy a hacer de ti la pata de una mesa! 
              Dicho y hecho; cogió el hacha para comenzar a quitarle la   corteza y desbastarlo. Pero cuando iba a dar el primer hachazo, se quedó   con el brazo levantado en el aire, porque oyó una vocecita muy fina,   muy fina, que decía con acento suplicante: 
              --¡No! ¡No me des tan fuerte! 
              ¡Figuraos cómo se quedaría el bueno de maese Cereza! 
              Sus ojos asustados recorrieron la estancia para ver de   dónde podía salir aquella vocecita, y no vio a nadie. Miró debajo del   banco, y nadie; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, y   nadie; en el cesto de las astillas y de las virutas, y nadie; abrió la   puerta del taller, salió a lacalle, y nadie tampoco. ¿Qué era aquéllo? 
              --Ya comprendo --dijo entonces sonriendo y rascándose la   peluca--. Está visto que esa vocecita ha sido una ilusión mía.   ¡Reanudemos la tarea! 
              Y tomando de nuevo el hacha, pegó un formidable hachazo en el leño 
              --¡Ay! ¡Me has hecho daño! --dijo quejándose la misma vocecita. 
              Oyó una vocesita muy fina... 
              Esta vez se quedó maese Cereza como si fuera de piedra,   con los ojos espantados, la boca abierta y la lengua fuera, colgando   hasta la barba como uno de esos mascarones tan feos y tan graciosos por   cuya boca sale el cañno de una fuente. 
              Se quedó hasta sin voz. Cuando pudo hablar, comenzó a decir temblando de miedo y balbuceando: 
              --Pero, ¿de dónde sale esa vocecita que ha dicho ¡ay!? ¡Si   acjuí no hay un alma! ¿Será que este leño habrá aprendido a llorar y a   quejarse como un niño? ¡Yo no puedo creerlo... Este leño... Aquí está:   es un leño de chimenea como todos los leños de chimenea: bueno para   echarlo al fuego y guisar un puchero de habichuelas! ¡Zambomba! ¿Se   habrá escondido alguien dentro de él? ¡Ah! Pues si alguno se ha   escondido dentro, peor para él. Ahora le voy a arreglar yo. 
              Y diciendo esto agarró el pobre leño con las dos manos, y   empezó a golpearlo sin piedad contra las paredes del taller. 
              Después se puso a escuchar si se queja alguna vocecita.   Esperó dos minuto y nada; cinco minutos, y nada: diez minntos, y nada. 
              --Ya comprendo --dijo entonces tratando de sonreir y   arreglándose la peluca--. Está visto que esa vocecita que ha dicho ¡ay!   ha sido una ilusión mia ¡Reanudemos la tarea! 
              Y como tenía tanto miedo, se puso a canturrear paca cobrar ánimos 
              Entre tanto dejó el hacha y tomó el cepillo para cepillar y   pulir el leño. Pero cuando lo estaba cepillando por un lado y por otro,   oyó la misma vocecita que le decía riendo: 
              --¡Pero hombre! ¡Que me estás haciendo unas cosquillas terribles! 
              Esta vez maese Cereza se desmayó del susto. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo. 
              ¡Qué cara. de bobo se le había puesto! La punta de la   nariz ya no estaba colorada; del susto se le había puesto azul.  |